Ramsés II: Esplendor y ocaso.

 

Por D. Francisco Martín Valentín.

Director del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto

Correo: [email protected]

 

 Hubo una época en la historia del Egipto de los faraones en la que, saliendo de una enorme crisis antes nunca conocida, la sociedad egipcia se tornó hacia los milenios del pasado para buscar sus más puras raíces. Fue un periodo que contempló los últimos esplendores genuinos de aquélla grandiosa civilización. En el Egipto restaurado por Hor-em-Heb, las gentes hubieron de recuperar todos y cada uno de los elementos que configuraban su vida cotidiana, desde sus dioses y sus templos hasta su seguridad en que cada día volvería a salir, de nuevo triunfante, el sol por oriente.

La llamada ‘revolución del periodo amárnico’, había sumido a la mayor parte de Egipto en un abandono casi total. La administración, ayer altamente eficaz y garante del buen funcionamiento del país, estaba corrupta; los dioses abandonados y sus templos, cerrados; el rey, antes intermediario entre la divinidad y los hombres, ya no hacía las ofrendas ni se celebraban en su nombre los ritos del culto divino diario. Hasta el padre Nilo amenazaba con no volver a crecer.

Tumba de Hor-em-Heb en el Valle de los Reyes. © I.E.A.E.

En esta tremenda situación de abandono y de caos, un militar restaurador, el General Hor-em-Heb fue designado por los dioses para ocupar el trono de Egipto a la muerte del faraón Ay, el último familiar del entramado amárnico que había poseído el poder real en la Tierra Negra. Hor-em-Heb asumió, pues, la tarea de restaurar el equilibrio y la justicia por medio de la elaboración de las normas necesarias. Se puso en marcha una reforma legal en todo el país castigando a los funcionarios venales y reclutando alrededor del nuevo soberano hombres en los que se pudiera confiar para obtener una saludable y honrada administración para el pueblo, hasta entonces oprimido.

Antes de su muerte, este anciano militar designó a un compañero de armas para sucederle como nuevo rey, el general de arqueros Pa-Ramessu, quien subiría al trono con el nombre de Ramsés I. No obstante los esfuerzos llevados a cabo para conseguir la total restauración del equilibrio de la Maat, o Justicia perfecta que garantizó desde siempre la vida en Egipto, entre el corto reinado de este soberano y el del último Ramsés, el undécimo de orden, el país se fue hundiendo paulatinamente hasta desembocar en la anarquía libia del llamado Tercer Periodo Intermedio.

¿Como fue posible que la sociedad egipcia cayera, a pesar de todos los esfuerzos, en una decadencia tan profunda como la producida durante los efímeros reinados de los últimos ramésidas?.

Afortunadamente ha llegado hasta nosotros una ingente cantidad de papiros y de documentación que permiten conocer con cierta profundidad, quizás más que en otros periodos anteriores de la historia del país del Nilo, la naturaleza de la vida cotidiana de los egipcios de las dinastías XIX y XX, aproximadamente entre los años 1292 al 1080 antes de Cristo.  

 

Estructura social del Egipto ramésida.

A partir de esa documentación sabemos que la estructura social de este periodo estaba compuesta por una mayoría de egipcios que integraban lo que normalmente se llama ‘el pueblo’ con estatutos variados. En lo más bajo de la escala social se encontraban los hombres dedicados a los grandes trabajos masivos típicos de la organización estatal egipcia de todos los tiempos. Se trataba de la población sobre la que recaía la obligación de prestar sus servicios forzosos para las construcciones públicas. No se puede hablar de esclavos en la acepción del mundo clásico grecorromano. Estas gentes podían poseer bienes y contraer obligaciones o ejercer derechos, lo que nos indica que estaban dotados de una cierta capacidad jurídica en su estatuto personal. Nos han llegado pocos restos directos pertenecientes a esta masa popular, puesto que, normalmente, no poseían sino objetos personales modestos y de escasa calidad que han podido atravesar con cierta dificultad los milenios, hasta llegar a nosotros.

Existía, luego, una jerarquía media lo bastante extensa como para dar una amplia y fuerte estructura al país. Fueron, en suma, aquellos personajes letrados que pudieron dejarnos sus nombres en monumentos y objetos de toda índole. Esta era la frontera social por excelencia.

La jerarquía social superior estaba compuesta por altos funcionarios militares tales como ‘el Gobernador de los países extranjeros del norte’, que controlaba los territorios de la zona sirio-palestina de influencia egipcia; otro alto funcionario de rango era ‘el Hijo Real de Kush’ que actuaba con un poder absoluto y enormes medios a su disposición en una región totalmente bajo control egipcio y con una gran producción de oro.

Dentro de esta elite también se encontraban los componentes del alto clero y, principalmente, los sumos sacerdotes de los tres templos principales de Egipto, es decir, el del dios Ra de Heliópolis, el de Ptah de Menfis y el de Amon-Ra de Tebas, cuyos dominios e ingresos formaban una importante parte de la riqueza de Egipto. Los templos y muy especialmente el Amon-Ra de Tebas formaban parte esencial de la organización del estado ramésida. En efecto, el inmenso poder y riqueza que Egipto obtenía de sus posesiones asiáticas y africanas se veía desviado en gran parte en beneficio de los dioses, sus cleros y sus templos. Los templos de culto real de la zona tebana también recibían una serie de importantes ingresos para los que se les afectaban tierras y explotaciones agrícolas. Por ejemplo en el templo de Ramsés III, en Medinet El Habu, existe un ‘calendario de ofrendas’ que incluye una serie de sesenta y siete listas que recogen el detalle de los diferentes artículos que había que entregar al templo en distintas  ocasiones a lo largo de un año.

Templo de Medinet-Habu.

 Aunque solo se han conservado las ofrendas correspondientes a  los nueve primeros meses del año, ello basta para hacerse una muy completa idea del volumen económico que ello representaba. Sabemos que había tres grandes grupos de ofrendas, las diarias, las mensuales y las anuales. Las listas comienzan, en general, enumerando las distintas clases de panes, pasteles o jarras de cerveza que hay que ofrecer y terminan indicando la cantidad de grano necesaria para elaborar estos alimentos.

  Las medidas o unidades utilizadas nos son perfectamente conocidas; se trata del Saco, que equivale a setenta y seis litros y del Oipé, que equivale a un cuarto de Saco. Así se sabe que, según estas inscripciones, las ofrendas cotidianas en el caso de este templo suponían ciento diez sacos, es decir, 8.360 litros al día, de grano de cereal. Estas ofrendas pasaban a los graneros del templo, en forma de reservas alimenticias, y servían para alimentar a los sacerdotes (unos ciento cincuenta) que componían el clero adscrito, en este caso, al culto divino del rey.

Algo semejante sucedía con los obreros encargados de construir la Tumba del faraón, cuyo salario nos es perfectamente conocido.

 Recibía, cada uno de ellos, cinco Sacos y medio de grano al mes, de los que, cuatro de trigo para el pan, y uno y medio de cebada, para fabricar cerveza. Considerando que, con esos 418 litros de grano mensual se alimentaban los seis u ocho integrantes de una familia, podemos deducir que con las ofrendas mensuales del templo de Ramsés III se podría haber alimentado mensualmente a unas seiscientas familias, es decir unas cuatro mil ochocientas personas.

La ciudad de la verdad, Deir el Medina.

De tal modo, cuando un rey se hacía construir su templo funerario, estaba proveyendo a la supervivencia del país por medio de la creación de un organismo de ayuda mutua y de interés público.

Toda esta fuerza económica se controlaba desde las oficinas públicas gobernadas por los funcionarios de la alta jerarquía ramésida.

En la cúspide de toda esta organización social se encontraban el Visir del Sur y el Visir del Norte. Eran los más altos responsables del estado faraónico encargados de controlar y armonizar las actividades de las instituciones que componían ese complejo aparato administrativo. Ellos eran los depositarios de los archivos públicos en los que constaban detalladamente los registros catastrales y las copias de las actas y contratos privados. También eran los encargados de vigilar que las leyes emanadas del faraón se aplicasen.

Cercanos al mismo faraón y netamente destacados de la mera organización social egipcia estaban los altos dignatarios de palacio.

Otra característica de la organización social ramésida fue la especial promoción y reconocimiento de los integrantes de la familia real dentro de lo que podríamos llamar ‘el sistema de gobierno egipcio’. Fue en época de Ramsés II cuando el estatuto particular de estos príncipes y princesas cobró un reconocimiento cada vez más ostensible. Es en este momento cuando surge, por primera vez reconocida como tal, la condición de ‘Príncipe Heredero’. Este grupo de la familia real rodea y acompaña al faraón doquiera que él vaya, participando en los actos religiosos y ceremonias oficiales del reinado sujetos a una etiqueta rigurosamente determinada en cada caso.

 

La ruptura del equilibrio y la decadencia.

Este mundo perfectamente reglado y acorde con la Maat se iría degradando al paso del tiempo. La ideología real, en virtud de la cual el mundo egipcio era un universo perfecto, garantizado por el rey, intermediario entre los hombres y los dioses, su heredero en la tierra, el dios bueno por excelencia, no prevaleció en este último periodo de la genuina civilización egipcia.

Conocemos a través de multitud de documentos arqueológicos que el pueblo egipcio de estos años fue padeciendo crisis cada vez más insuperables que les hacían ejercer una agria crítica hacia sus dirigentes, profundamente alejados del recto camino del buen gobierno de la Tierra Negra. Ya, bajo Ramsés II, estallaron escándalos que preludiaban los feos asuntos que plagaron la dinastía XX. Uno de ellos fue un célebre proceso judicial, relatado en su tumba de Sakara por el escriba que resultó vencedor en el litigio, un tal Mose. El asunto, llevado a los tribunales cuando la madre de Mose, Nub-Nefert, quedó viuda, consistía en una demanda de reclamación de unas tierras que habían pertenecido por derecho de herencia a Neshi, el padre de Mose y que, inopinadamente, muerto este último, reclamó un tal Jay, pequeño funcionario local vinculado, al parecer, con las oficinas del registro catastral de tierras. El hecho es que Jay, el demandante, planteó su reclamación en base a una inscripción falseada en los asientos del catastro oficial. Finalmente, se aclaró el asunto y la razón y la propiedad de las tierras fueron dadas a Mose. Pero resulta inevitable pensar que la corrupción administrativa corroía ya las bases del estado faraónico. Para llevar a cabo esa falsificación en los registros oficiales custodiados por altos funcionarios se hacía precisa su colaboración. ¿Hasta donde llegaría la responsabilidad?. Quizás hasta las mismas oficinas del visir.

En esta época abundan los textos que hacen de la divinidad el refugio contra la injusticia y la corrupción, puesto que los hombres no cumplen con sus obligaciones en esta materia. La decepción que los egipcios parecen mostrar hacia todo lo que les rodea, incluidos sus vecinos y familiares, es otra nota característica del periodo. Es conocida la disposición testamentaria de la anciana Nau-Najte, quien desheredó a los descendientes que ‘no pusieron su mano sobre ella en la vejez’, es decir, que no la cuidaron cuando necesitó del apoyo de esas personas.

Los ostraca de Deir El Medina, la ciudad obrera del occidente de Tebas, nos informan de este mismo estado de cosas. Los jefes de equipo de la ciudad se vieron obligados a dirigirse al escriba Aj-Pet para denunciar a otro escriba, un tal Pa-Ser que había llevado a la ciudad una medida alterada para entregar el grano con que se pagaba mensualmente a los obreros. La diferencia era notable, ¡dos litros de menos con respecto a la que se venía usando con anterioridad!.

De esta manera, llegó un día en que los obreros de la Tumba Real hubieron de ponerse en huelga. En el año 29 de Ramsés III, el día 10 del tercer mes de primavera, los obreros franquearon los cinco recintos que entonces protegían Deir El Medina para ir a los templos funerarios reales y decir a los encargados: ‘¡Tenemos hambre. Han pasado dieciocho días (sin recibir el grano) desde el último mes!’. Los obreros exigieron que su demanda llegara al visir y al mismo faraón. Pero la crisis económica en que se encontraba Egipto no permitiría regularizar definitivamente esta alarmante situación.

 

La sociedad egipcia se confía a los dioses.

Todos estos datos revelan el gran cambio de mentalidad que se estaba operando en el ámbito civil y religioso de Egipto durante estos años.

Dios Amon.

Pertenecen a este momento el gran cúmulo de consultas oraculares hechas por los creyentes a sus dioses, fundamentalmente al poderoso Amon-Ra de Karnak.

El mismo Amen-Hotep I, faraón divinizado en la necrópolis tebana, era objeto de estas interpelaciones populares. Se formulaban a la divinidad preguntas tales como ‘¿Se nombrará sacerdote a Sethy?’; ‘¿Acaso esta cabra es de Pen-Anket?’; ‘¿Se acordará de mí el Visir?’; ¿Es suficientemente bueno este ternero como para que yo lo acepte?’, y la respuesta obtenida era indiscutiblemente aceptada por los consultantes.

Este sistema de resolución de las más diversas cuestiones, viva expresión de la angustia del pueblo por la inseguridad en que vivía, utilizado para averiguar, desde la autoría de un hurto, hasta el nombramiento de un Sumo Sacerdote de Amon, fue adoptado, tanto por los integrantes de las capas humildes de la sociedad, como por el mismísimo faraón. Esta progresiva marcha de la vida seglar cotidiana hacia el control ejercido por el clero a través del sistema oracular, anunciaba lo que finalmente acaecería: la creación de un nuevo estado teocrático bajo el gobierno de los Sumos Sacerdotes de Amon, al término de la dinastía XX.

De estos terribles acontecimientos no se libraría ni el propio Ramsés III quien, se supone, murió a manos de los conjurados en una intriga palaciega. Los acontecimientos acaecidos bajo los reinados de sus sucesores tampoco mejorarían demasiado. En tiempos de Ramsés IX (hacia el 1.100 antes de Cristo) ya no se respetaban ni las necrópolis reales. Una innegable rivalidad y rencor entre Pa-Ser, Alcalde de Tebas y Pa-Ur, Gobernador de la Orilla Occidental, puso al descubierto, en el año 16 de ese rey, una trama de criminales que atentaban contra la memoria de los propios reyes de Egipto. Esta banda estaba organizada por los propios vigilantes de la necrópolis y tenía que trabajar con la forzosa complicidad de las altas instancias, pues se sabe que, en la primera ocasión, se consiguió ‘cubrir el expediente’ sin encontrar a los responsables. Las fechorías se reprodujeron y en el año 18 se volvieron a denunciar los robos sacrílegos, hallándose en esta ocasión a varios culpables, todos ellos gentes obreras de la ciudad de Deir El Medina. De entonces en adelante, los saqueos de las necrópolis reales y privadas de Tebas fueron un acontecimiento habitual.

Los problemas cotidianos de las gentes que habitaron Egipto en los últimos tiempos del Imperio Nuevo se parecerían mucho, probablemente, a los de cualquier comunidad actual o pasada, pero, parece indudable que las costumbres estaban bastante relajadas; lo suficiente como para recordar con cierta sorna el terrible castigo de la muerte por el fuego que recibió la mujer adúltera del cuento del papiro Westcar, relato que se desarrollaba en tiempos del mítico rey Jufu (Kheops), durante el Imperio Antiguo.

Por medio de la documentación hallada en la ciudad obrera de Deir El Medina conocemos el triste caso de aquél hombre que casó con la hija de Paiom, integrante del equipo de los llamados ‘hombres del interior’; él nos cuenta que, a pesar de haber desposado a esa mujer, pasaba algunas noches en casa de su padre…y sucedió lo que tenía que pasar: la joven esposa aprovechó la ausencia del marido (injustificable por otra parte), para intimar con Mery-Sejmet, el hijo de Mena. Así acaeció que, el día 4 del cuarto mes de verano, el marido negligente, al volver a su casa, encontró a su esposa en los brazos de  Mery-Sejmet. Como era lógico, el marido ofendido fue a denunciar los hechos al Consejo de magistrados locales. Lo que no fue tan lógica es la decisión adoptada: ¡se condenó al denunciante a recibir una paliza de 100 golpes de bastón!. La increíble resolución judicial conmovió a los notables de la comunidad obrera. ‘¿Por qué dar esos 100 golpes de bastón al denunciante si, quien ha hecho el amor con una mujer casada, es otro?’- preguntó a los magistrados, el Jefe de Equipo In-Her-Jau- ‘…Lo resuelto por los magistrados es una gran injusticia ante los ojos de los dioses’.- concluyó el anciano hombre llenó de ira.

Puesto que los magistrados eran claramente prevaricadores, los pobladores de la ciudad resolvieron la injusticia a su modo. El Escriba de la Tumba Imen-Najt emplazó a Mery-Sejmet ante los mismos magistrados corruptos para obligarle a prestar el siguiente juramento: ‘Tan veraz como que Amon es duradero, tan veraz como que el príncipe es duradero: ¡Si yo vuelvo a hablar a esta mujer, que se me corte la nariz y las orejas y que se me envíe a Nubia!’. De este modo los miembros de la comunidad aplicaron la justicia que la administración les negaba. Sin embargo, éso no bastó. Al poco tiempo Mery-Sejmet dejó embarazada a la mujer que asediaba. El perjurio había sido desde siempre en Egipto un delito castigado con la pena de muerte. El perjuro adúltero intentó volver a convencer a sus convecinos de su arrepentimiento; en verdad no sabemos si se aplicó el castigo prescrito por las sagradas leyes antiguas a quienes juraban en falso…

Resulta claro que, para el viejo Egipto habían comenzado los tiempos en los que- como dirían  mucho más tarde las enseñanzas de Anj-Sheshonky- ‘…Irritada la luz divina contra el país, (ella) había hecho que en él cesasen la ley, la justicia y los valores, y había puesto a los imbéciles en el lugar de los sabios…’. 

 

BIBLIOGRAFIA

Bedman, T. Nefertary Merit-en-Mut. Por la que brilla el sol. Madrid, 1999.

Desroches Noblecourt, Ch. Ramsés II. La verdadera historia. Barcelona, 1998.

Kitchen, K. A. Pharaoh Triumphant. The life and times  of Ramses II, king of Egypt. Londres, 1982.

Weeks, K. La Tumba Perdida. Barcelona 1999.